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Can Fusté
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Can Fusté

Can Fusté

Mi reunión de las 12 ha resultado más breve de lo esperado y me presento en el restaurante más bien temprano, por lo que no me sorprende que el local esté poco concurrido. “Mejor”, pienso al ver las tres primeras mesas vacías, “puedo elegir sitio y nadie me estropeará la comida”. Pero cuando de verdad me toca elegir mesa me cuesta decidirme y es que la decoración de este local es cuanto menos que curiosa: paredes blancas y minimalistas por un lado, otras presididas por grandes cuadros, estanterías iluminadas repletas de botellas de colores, un espacio al fondo con toques más rústicos, mesa redonda y vistas a un montón de botellas de vino y a un cartel taurino -debe ser el rincón más solicitado para las reuniones familiares o de amigos-, cuadros apoyados en el suelo y hasta dos enormes vidrieras adornadas con cristales de vivos colores en uno de los laterales me invitan a sentarme. Francamente no sabría cómo definir el estilo, pero me ha quedado claro que el local ha sido renovado recientemente. En estos días que corren “renovarse o morir”, dicen, y Can Fusté es uno de los muchos restaurantes de Barcelona que se han puesto las pilas últimamente. Opto por una de las mesas del fondo. Al instante, uno de los empleados me ofrece amablemente la carta. No parece muy extensa -a priori-, pero al darle una segunda ojeada llego a la conclusión de que tampoco le falta de nada. Así pues, decido catalogarla como “muy correcta” y me debato entre elegir alguno de los platos del día –los han destacado tanto que me ha sido imposible no verlos-, pasar directamente a la carta, o dejarme asesorar por cualquiera de los camareros, todos ellos del país, muy profesionales y atentos. El risotto cremoso de setas, verduritas y parmesano regiano por 21€ me parece una buena elección como plato principal. Ahora sólo me falta buscarle un entrante acorde para acompañarlo, y finalmente me decanto por el carpaccio de buey al pesto y pasta fresca al limón que sale por 15€. Mientras espero el carpaccio -que no debería tardar apenas-, uno de los camareros me sorprende con un chupito de gazpacho como aperitivo mientras otro me planta delante una clásica tostada de pan con tomate. Un detalle que siempre es de agradecer. El carpaccio resulta sencillamente exquisito. La combinación con el pesto es un gran acierto y la presentación no ha estado nada mal. Me pregunto si habré acertado también con el segundo y no tardo en averiguar la repuesta: ¡Bingo! El risotto -en su punto justo- me resulta muy gustoso, cremoso, y viene acompañado de unas verduritas crujientes y una generosa ración de ceps que sólo lo mejoran. Merece un único calificativo: excelente. Poco a poco el restaurante ha ido llenándose de gente, gente mayor, de buena familia –o al menos a mí me lo parece- y también algunos hombres de negocios de buen comer. Algo me dice que muchos de ellos son “repetidores” y creo que yo también acabaré volviendo a visitar Can Fusté dentro de poco. Aún me queda por probar una de sus mayores especialidades: el pescado y el marisco. ¡Otra vez será! Ver restaurante

Pepito
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Pepito

Pepito

Aunque muchos de los restaurantes que de repente se ponen de moda –véase estilo Lázaro Rosa Violán– puedan parecer sólo lugares bonitos, para juzgar hay que probar y a eso me dediqué yo la semana pasada con Pepito, de quien llevaba oyendo hablar desde hacía varios meses. A primera vista, el interiorismo -que bien podría estar firmado por el omnipresente decorador ya que es obra de uno de sus discípulos- promete efectivamente que aquí se cuidan los detalles y que ha sido creado para gente guapa. Lo que está por ver es si ahí queda todo o si, por el contrario, hay de donde exprimir. El servicio se muestra rápido y atento desde el primer momento. Me presentan las sugerencias del día junto con la carta, del todo informal, sin complicaciones, pensada para compartir y no muy extensa. Lo cierto es que todo tiene buena pinta: platillos para pica pica, ensaladas, algún pescado, carnes gallegas y hamburguesas, huevos y, cómo no, los famosos pepitos (5 variedades). La escueta carta de vinos ofrece referencias nacionales (algunas por copas) y ninguna sorpresa. Me acomodo en mi butaca y disfruto tranquilamente de mi comida. Para picar, el festival de chips vegetales (plátano, patata, yuca y boniato) con guacamole y babaganouche (5,80€). Las chips muy buenas todas excepto las de yuca, un tanto insípidas y muy aceitosas. El babaganouche (berenjena ahumada) excelente, no tanto el guacamole, que peca de un exceso de cilantro y lima que no liga bien con el frito de las chips. Las dos, eso sí, un pelín frías de nevera, les falta un poco de reposo antes de servir. De segundo hago honor al nombre del restaurante y a su especialidad con el Pepito Puig con lechuga, tomate al horno, queso brie y mostaza de higos (13,10€). La carne es deliciosa, macerada previamente con un punto de pimienta y cocinada al horno al punto que el cliente desee. El sabor liga muy bien con los ingredientes que lo acompañan. El pan de coca crujiente, muy bueno. Muy recomendable y, además, fácil de comer con las manos. Para el postre me decanto por un clásico cheese cake (5€), muy gustoso pero escaso y un poco frío. La comida transcurre con buen ritmo y la espera justa entre plato y plato. Al terminar, contento de haberle dado una oportunidad a Pepito, me permito recrearme en el entorno, acogedor, con luz tenue, cómodas butacas y sofás… me doy cuenta de que, sin duda, el mejor momento para visitarlo es por la noche (sirven además cualquier tipo de cocktail que se te antoje, antes o después de la cena), así que pienso seriamente en volver en pareja o con amigos un fin de semana en plan informal y sin grandes pretensiones gastronómicas. El precio (en total pago 27€, sin vino) no me parece del todo exagerado teniendo en cuenta que estoy en un restaurante de moda y, guste o no, eso se paga independientemente de si la comida es buena o no. Calculo que una cena un poco más espléndida, con alguna buena carne, algún cocktail y vino, rondará los 40-45€.

Kibuka Goya
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Kibuka Goya

Kibuka

Una amiga me recomienda este restaurante japonés de Gracia y, como suelo coincidir con ella en lo que a gastronomía se refiere, decido acercarme. Lo primero que me sorprende del Kibuka es que su aspecto no tiene nada que ver con los restaurantes japoneses a los que estoy acostumbrada. El techo, de vigas, los camareros atienden en castellano porque la mayoría son argentinos y los 3 sushiman que se mueven detrás de la barra, tienen de japoneses lo que yo de top model. Eso sí, en la frente llevan el típico pañuelo que hiciera famoso el señor Miyagi en Karate Kid, aquel que le pedía a Daniel Son que diera cera y después la puliera. Pues bien, éste es el panorama que me encuentro cuando a las 22:30 horas atravieso las puertas del susodicho restaurante después de haber sorteado grupos de amigos y algunas parejitas que aguardan en la calle. El bullicio de dentro y la cola que se ha formado afuera me hacen pensar que tal vez el personal andará un poco nervioso, histérico quizás, pero nada más lejos de la realidad. Una sonrisa por aquí y otra por allá. “Tienen para 45 minutos aunque si quieren ubicarse en la barra, podrían hacerlo ya”, nos dice el encargado que también es argentino. Nos miramos y decidimos sentarnos en la barra, desde donde vemos cómo trabajan los sushimen, que al final resulta que son tan brasileños como Ronaldinho, y comprobamos que, aunque aquí se trabaje a tope, las buenas maneras y la simpatía no se pierden nunca. Nos atiende una camarera que pone el toque oriental al establecimiento porque es el único miembro visible del personal con los ojos rasgados. Nos pasa una carta plastificada de esas que exhiben platos por delante y por detrás y descubrimos entonces un sinfín de propuestas que van desde makis con carne, con pollo, con queso, con mayonesa, vegetarianos, con cangrejo, con o sin picante, a los rollitos japoneses más clásicos. Las combinaciones que elaboran son originales, divertidas y aptas tanto para aquellos paladares que gustan de la comida japonesa auténtica cien por cien, como para aquellos que no pueden con el pescado crudo. Precisamente aquí debe de estar la clave de su evidente éxito -hora después de sentarnos en la barra, todavía sigue entrando gente. Nuestra elección incluye Spicy Maguro Tempura, una especie de atún picante rodeado de una alga rebozada y Ebi Tempura Uramaki, que lleva cangrejo en tempura, huevas de pescado alrededor y mayonesa, impresionante. Continuamos con el Salmón Skin-Uramaki, un rollito hecho con salmón ahumado y piel de ese mismo pescado a modo de relleno y una abundante ensalada de algas (hay de dos tipos) con una salsa que no te cansarías de echar encima. Acompañamos nuestra comida con un crianza de las bodegas Ramón Bilbao, ya que el Protos Crianza que anunciaban no se correspondía. Todo, 30 euros por cabeza. La valoración final no puede ser más que muy positiva, sobre todo después de comprobar la muy correcta relación calidad-precio. Sólo puedo reprochar que la carta de vinos no se correspondiera con lo que se sirve. Ver restaurante